viernes, 31 de julio de 2009

Con Dipi, doce años atrás

Todavía lo estoy viendo. Dipi Di Paola está sentado en una mesa de Liverpool. De esto hace doce años. Ambos todavía fumamos. Tomamos un café. El whisky que beberá dentro de un rato, a las once de la mañana, parecerá un brutal anticlímax para el resto de los parroquianos. En una de esas me dice:
-Turco. Esta ciudad nunca te va a perdonar tu independencia. Ni tu creatividad. A los cabrones como vos, se les desea la horca o la miseria. Algún día, acordate, vas a ver con toda claridad por qué yo creo que este pueblo atrasa.
No hizo falta que me ocurriera algo especial o extraordinario para que aquella percepción se convirtiera en certeza.
Encerrado en las catacumbas literarias desde donde estoy escribiendo dos libros a la vez, siento que este hecho físico –la escritura de dos textos locales- bajan el telón de una etapa que duró algo así como 15 años. Es el tiempo que me dediqué a pintar la aldea para ver si era cierto aquello de que pintando el pueblo uno conocería el Universo. Sospecho que no. La condición humana hace una excepción en Tandil. Ergo: conozco como muy pocos el tejido íntimo de esta ciudad. Conozco de sobra como funciona la mentalidad del tandilero promedio, cómo operan los medios sobre la subjetividad del vecino, de qué está hecho el poder y de qué están hechos quienes quieren llegar a él. Es cierto: a los cincuenta años cada uno tiene la cara que merece.
Dipi sigue hablando:
-Mitad malicia, mitad brutalidad, mitad envidia. Así es el tandilero. Un cóctel digerible para el fiambrero pero mortal para un escritor. Salvo que seas un genio o que seas millonario y te cagues en todo. Que no lo sos.
-Totalmente de acuerdo.
-Pero tenés una a favor: sos turco. Y como dice el refrán: no conozco a ningún turco boludo. Yo soy judío, raza que tampoco expone muchos boludos. Pero mirá qué paradoja, acá tenés al primer boludo judío de Huyamos de Aquí. ¿Me invitás un whiksy?
Llamo al mozo que en esos días era mozo y hoy trabaja en una farmacia.
-Te voy a dar un consejo. El consejo de un boludo judío –me dice Dipi.
Sonrío y me dispongo a escucharlo.
-Tomátelas de acá. En serio. Yo tuve que volverme porque no me quedó otra. Rajá antes de que te destruyan por acción omisión o difamación. Pensá en la cita máxima de Gombrowicz: “Tandil es una vaca”. Tomátelas vos que podés.
Las tres cosas ya no existen: ni la mesa de ese café, ni Dipi ni su consejo. Decidí quedarme sin saber que esa decisión sería constitutiva de una obra.
Resta saber qué cosas podría escribir uno lejos de la tandilidad que, a menudo, agobia.
Pregunta por ahora retórica que acontece mientras comenzamos a cerrar el largo paréntesis temático local.

miércoles, 22 de julio de 2009

Esperamos la nieve

Esperamos la nieve como esa novia que nunca tuvimos. O que si la tuvimos fue hace tanto, pero tanto tiempo, que ya es una desconocida. La esperamos como se espera algo nuevo, infrecuente, algo que nos saque del hastío de lo previsible.

La nieve, en Tandil, es una epifanía. Es como encontrarse a la Maga de Cortázar en la cola del Banco. A Borges en la Biblioteca Rivadavia. La deseamos porque hay algo en cada uno de nosotros que todavía, a pesar de estar apaleados por la costumbre, se rebela y pide un día distinto. Con nieve para mirar, o para jugar, y cada uno en estas horas tiene la cámara digital lista, a la espera de que desde ese cielo extraño, confabulado por la tormenta, arrebolado de nubes inciertas, empiecen a caer lentos copos tiernos de nieve ensimismada.

Entonces, si esto ocurre (cosa que dudo, por principio fatalista), será un día distinto. Para mirar las sierras nevadas, el pelo de las mujeres nevado, las plazas como sábanas blancas, las sierras como bañadas por las lágrimas de la luna, el alma en un infantil estado de gracia.

Porque el tema no es la nieve. El tema es lo que nos ocurre siempre, la máquina de picar carne de la rutina, contra lo que no ocurre nunca. Por eso estamos esperando la nieve. Para que algo distinto nos cambie la mueca del tedio por una sonrisa, por una exclamación que se dibuja en cada boca, cuando nos asomamos a la ventana y le gritamos al pequeño mundo de nuestra familia: “¡Che, miren, está nevando!”.

sábado, 18 de julio de 2009

No existís

Es una terapia aconsejable para todo aquel que trabaje en los medios o su periferia. Hay que saber irse. Retirarse. Sacar a relucir el glorioso toco y me voy.

Los medios son adictivos para quienes los hacen y para quienes los consumen. Los digitales, más aún. Pero crean, como todo microclima, una atmósfera propia, densa y a menudo patológica. Si algo distingue a la posmodernidad vacua de este siglo es la mediatización extrema de sus días y personajes.

Irse, mandarse a mudar, meterse para adentro, transformar la opinión en silencio, la voz en mutis, la presencia en ausencia, es el Rivotril del espíritu.

Este escribidor hace dos semanas que está en otro mundo. Que se mandó a guardar por imperio de sus obligaciones literarias. La escritura de un par de libros me ha llevado, en línea recta, al destierro. Leo muy poco los diarios, no escucho radio (otra medida terapéutica) y veo sólo fútbol por televisión; Gripe A mediante, he acotado eso que se llama vida social, torturante vía crucis hecho de cola de bancos, trámites y otras calamidades. Pero atención: si algo se puede reivindicar desde la muerte textual, desde la brusca salida de la escena pública, es el legítimo derecho al pelotudeo. Sentarse en un bar a pensar la trama de una novela o cumplir con la maravillosa ociosidad de no hacer nada, es otro de los descongestivos aconsejables.

Si quienes a diario trabajan en la máquina de picar carne de los medios supieran de la extraordinaria felicidad que uno percibe al vivir sin ellos, al no necesitarlos, pensarían seriamente en poner una fiambrería. O dedicarse al yoga.

El gran tema, contra todas las reglas del marketing y los mandatos mediáticos, es no estar. Que vendría a ser como un No Ser. “No existís”, le grita la tribuna, cruel, al jugador execrado. Ese no existir en la superficie de los medios –por destierro, censura o silencio por propia voluntad- es un acto de salud mental en defensa propia. Y en eso estamos.

martes, 14 de julio de 2009

Moreno y el ajedrez

Nadie del común parece conocerle el timbre de voz. Sin embargo es el funcionario fetiche del kirchnerismo. El que, por sus modales destemplados, calza mejor en la máquina de picar carne del frigorífico mediático.

Prensa y oposición exigen que se vaya; pero Kirchner, desde el poder, no tiene más remedio que redoblar la apuesta y dejarlo en el cargo. Porque si lo echara es obvio que le habrán torcido el brazo. Moreno, en tanto, ocupa un lugar incómodo. Es probable que tenga ganas de tomarse el buque, pero él también ocupa en el tablero de ajedrez la posición irreversible del ahogado.

La lógica del poder no se lleva muy bien con la lógica del ciudadano común. Cuando millones de personas se preguntan: “¿Pero por qué carajo este Kirchner no se lo saca de encima?”, K tiene que mantener a su esmerilado alfil porque supone que, de perderlo, primero los enemigos vendrán por la reina (Cristina) y luego por el Rey (él).

Pobre Moreno. Estar todos los días cocinado a fuego lento en el guiso mediático, en boca de medio mundo, justo él, que llegó a la función pública para tocarle el culo a las corporaciones medievales de estancerios y supermercadistas, aunque para ello haya tenido que dinamitar el Indec. La patria, debe pensar Moreno, debería agradecerme los servicios. Debería, sin más, levantarme una estatua. Por cuidarle el bolsillo. Por no dejar que el libre mercado haga lo que le parezca a costilla de la gente. Sin embargo acá me tienen, lapidado y a merced de las hienas.

Cuando Kirchner le suelte la mano, cosa que viene madurando, Moreno ingresará al Panteón de los Funcionarios Inolvidables. El que contiene, entre otros, las zapatillas de Ruckauf, los pollos de Mazzorín, el estilista y el personal trainer de Graciela Fernández Meijide.

Mientras tanto el hombre se levanta todos los días sabiendo que su nombre –Moreno, que no es Mariano- tiene peor prensa que Robledo Puch en sus días más tétricos.

jueves, 9 de julio de 2009

Ojos negros detrás de un gran culo

No hay derecho. Ni un culo se puede mirar tranquilo. La reflexión podría caberle Barak Obama. Retratado en plena cumbre del G8 con los ojos en la masa, por decirlo así, desconcentrado de los rigores del protocolo ante el seguimiento visual de un trasero de antología.

La foto que ya recorrió el mundo encanó al presidente de los Estados Unidos, pero también, he aquí lo importante, lo bajó a tierra, lo puso en el lugar de cualquier varón de este mundo.

Con cierto cinismo suele decirse que el ser político recibe su merecido castigo con el padecer del protocolo. Es probable. Hubo presidentes célebres por su fobia al protocolo. El caso de Néstor Kirchner es uno de ellos. Otros gozaban tanto del poder que hasta disfrutaban de los rituales insoportables de sus ceremonias. Menem, por ejemplo.

De Obama no se sabía mucho porque tomó la presidencia de su país en medio de un maremoto financiero global. La gravedad de ese asunto le sacó prontas canas y un rictus de gravedad que mantuvo hasta hoy en piloto automático.

Sin embargo en la fecha ocurrió el milagro y, cuándo no, había un fotógrafo para capturarlo. Para llevarlo a la posteridad. Una mujer con un culo de aquellos (fácilmente predecible en la imagen, aún con falda), pasó por delante del presidente de Estados Unidos. Y el hombre “se fue” detrás de ese trasero en medio de la sonrisa cómplice de Nicolás Sarkozy, su par francés.

Entre las desventajas de tan alta investidura, Obama podrá anotar una más: no puede mirar un culo tranquilo, como Dios manda. O sí, puede, pero al precio consabido.

domingo, 5 de julio de 2009

Colorado de luto

Es imposible no recordar, en la debacle de Huracán, a uno de sus históricos hinchas tandileros: el Colorado Julio Lester.
Lo imaginé hoy, envuelto en la robe que le regaló Sandro, en la habitación del piso superior de su morada, clavado frente al televisor, hasta el fatídico minuto del gol que cambió la historia. O mejor dicho: la dejó como estaba. Sin título para ese equipo que jugó un fútbol de ensueño, al que, inferimos, le faltó espíritu para la última estocada. Eso que le sobró al compacto Vélez de Garecca.

Lester es un fánático de Huracán. Pensé que iba a ir a la cancha, pero él arguyó una flaqueza cardíaca para tolerar semejante momento: "No me da el bobo", dijo tocándose el corazón.

Parece ser -aunque nunca se sabe- que dos grandes pasiones del Colorado (la tercera es el teatro), nos referimos al fútbol y la política se empeñan en amargarle la vida. Lunghi, hace una semana y Vélez este domingo, son los rostros de la amargura.

De luto. Así estará el Colorado durante, por lo menos, seis meses. Desde aquí, le acompañamos el sentimiento.

sábado, 4 de julio de 2009

Desde la cueva

El temor a contraer la gripe maléfica y la escritura de dos libros mantienen al escribidor recluido en su cueva antimitológica. Sin embargo, las pocas veces que hemos ganado la calle debemos admitir que la multitudinaria reclusión de los vecinos en sus hogares ha regresado la aldea a su estadío mágico: ¡parece el pueblo de los años setenta!

Hay lugar de sobra para estacionar en pleno centro. Las veredas están desalojadas de multitudes, lucen espaciosos los bares sin parroquianos. Las avenidas parecen rectos pasillos desolados. Es una postal ideal para los amigos de la Peña El Atraso.

Tuvo que llegar el virus H1N1 para que esa ecuación casi matemática permitiera el anhelado regreso al Tandil de los años felices. Sin vecinos, sin seres foráneos Venidos y Quedados... y sobre todo sin turistas.

Como dice el lugar común, no hay mal que por bien no venga.

lunes, 22 de junio de 2009

A los parroquianos

Desde hoy abrimos este anárquico café como única forma de contacto virtual y temático con el escribidor, quien desde estos momentos se encuentra recluido hasta concluir la escritura de una novela histórica y un ensayo cuasi histórico.

Los artículos que aparezcan en esta fonda se escribirán en los momentos libres que el autor disponga a tal efecto.

Otros artículos que pueden leerse en la página fueron escritos en épocas más o menos pretéritas.

Pidase algo que la casa paga.

domingo, 21 de junio de 2009

Las palabras y las cosas

Dijo hace horas Alfredo De Angeli: “Hay que juntar a los empleados en las estancias, subirlos a la camioneta y decirles a quién hay que votar". Es una frase bestial que revela, con esa claridad luminosa que tienen las palabras, la feudal materia de la que está hecho el “chacarero” populista que volverá a visitar Tandil el próximo sábado.

Previamente el empresario Francisco De Narváez había cometido otro acto brutal, típico del patrón de estancia incapaz de soportar una entrevista crítica que tres periodistas independientes le realizaron en su canal, América. Directamente De Narváez levantó del aire el programa "Tres Poderes" frente al inmoral silencio de la corporación periodística. ¿Alguien, pregunto, escuchó la desgarrada voz de Nelson Castro frente a este acto de censura autoritaria? Los periodistas le habían preguntado al filántropo colombiano cómo había hecho para que sus empresas crecieran un 900% con sospechosa desmesura. Y De Narváez, en vez de responder como un demócrata, aunque la interpelación ocurriera en su propia casa, actuó como Videla, mandando a cortar literalmente el programa.

De Angeli y De Narváez dicen ser la contracara ideológica del kirchnerismo. Y no es para menos. Uno, que tiene profundas diferencias con Néstor Kirchner, se pregunta a esta altura si estos ejemplares de la más rancia tilinguería, con sus millones y sus tractores, con su intemperancia y su demagogia berreta, con sus patoteros inquisidores del escrache planificado y la modalidad del chantaje del agripiquete que optó por desabastecer al país con tal de que no le tocaran la renta extraordinaria, no tendrán el gen devastador que tanto denostan en la figura del ex presidente.

Desde la década infame que no se leía una declaración como lo que profirió De Angeli, quien cada vez que habla revela lo que es, porque uno es su lenguaje. Subir a los peones a una camioneta y decirles por quién tienen que votar, no sólo es una frase desafortunada, ofensiva, hiriente. Es el pensamiento vivo de una corporación temible, pletórica de brutos con plata, que ahora va en tándem junto a su socia, la corporación del empresariado reaccionario que licúa a la política, que la vacía de sentido, con De Narváez y Macri, sus dos estrellas rutilantes, acompañadas tristemente por Felipe Solá, que cambió al crispado Kirchner por estos dos personajes de la Argentina fétidamente fashion, y que ahora deambula en el furgón de cola de esta cosa híbrida llamada Unión-Pro.

Las palabras y las cosas es el título maravilloso de un libro de Michel Foucault. Las cosas, para De Angeli, son los peones. Y las palabras no son metáfora o poesía, testimonio o consigna: son el rebenque autoritario con que el patrón de la estancia ordenaba, allá por el siglo diecinueve, a quién votar. “Como referente máximo de la entidad es que te solicito que te rectifiques y retractes públicamente, pues es para todos nosotros un agravio inmerecido semejantes declaraciones en un director titular de la entidad", le advirtió Buzzi, el titular de la FAA, a De Angeli.

Hay que recortar esta expresión patética de un personaje de color que hace tiempo tomó un Banco sin que el establishment lo reprendiera con la saña y la furia con que sí lo hicieron cuando D’Elía copó una comisaría; hay que recortar esta declaración, pasarla por el tamiz conceptual e ideológico, alojarla en el marco histórico, decodificarla, si quieren, del contexto árido de la campaña, para llegar a la conclusión de que semejante barbaridad sólo pudo haber sido dicha por un pichón de oligarca, un mamarracho del nunca abolido feudalismo criollo, y también, por qué no, un soterrado golpista –como Biolcati y Grondona- que cambió el tanque por el tractor con que se hizo ver en los pagos del Tandil durante los días de resistencia a la 125, el mismo tractor que le tienen guardado para que el sábado exhiba su populismo decadente en el Zoológico, perdón, en el Hipódromo serrano.

Tres cruces blancas en el kilómetro 222

La noticia no ocupó la primera plana de los medios. Pasó, casi, como un suelto policial: la Justicia condenó a tres años de prisión de ejecución condicional y una inhabilitación especial para conducir vehículos automotores por el término de siete años a Hugo José Espina. Fue quien el 20 de octubre de 2006, en una maniobra homicida, pretendió pasar con una camioneta cargada de productos químicos a un auto en plena loma y se llevó puestas las vidas de tres jóvenes médicos de Tandil que volvían de hacer una práctica de emergencia en la ciudad de Azul.

Se trató, quizá, una de las paradojas más crueles. Tres médicos residentes del Hospital Ramón Santamarina que volvían de realizar un simulacro de accidente con productos químicos en Azul, chocaron contra una camioneta que tiraba un carro cargado de productos afines. Los tres murieron. Una cuarta profesional sobrevivió pero dicen que aún hoy no puede hablar del tema sin entrar en shock. Dos años y medio después la Justicia le impuso una pena de tres años de prisión de ejecución condicional y una inhabilitación especial para conducir vehículos automotores por el término de siete años al conductor responsabilizado del accidente ocurrido aquel 20 de octubre de 2006 en el kilómetro 222 de la Ruta Nacional 226.

“Era una mañana hermosa”, me dijo hace un tiempo, todavía con el alma destrozada por la melancolía que precede a la tristeza, la mamá de la doctora Mariana Bertini, que tenía 29 años y era médica residente del Hospital Ramón Santamarina. Yo me estaba despidiendo de los oyentes de un programa de radio que hacía en la vieja 104.1 y ella me llamó para agradecerme las muchas veces que hablé de esa historia, consternado por esa tradición esotérica un tanto necia que algunos le adjudican al Destino, y que en realidad tiene que ver con los actos de los hombres.

Cualquiera que haya pasado por el lugar de la fatalidad entiende rápidamente ciertas cosas. Lo primero: que el kilómetro 222 se encuentra en medio de un tobogán de subidas y bajadas, por lo tanto desde unos cuantos kilómetros el conductor sabe que allí no puede pasar a otro automóvil. Y si no lo sabe se lo dice la profusa cartelería enclavada sobre la banquina, la doble línea amarilla y también el sentido común. Nada de esto fue comprendido por el chaqueño Hugo José Espinel, de 27 años, quien manejaba una camioneta que llevaba de tiro un carro cargado de productos químicos. En ese contexto, Espinel decidió sobrepasar a un auto, en plena loma, como si estuviera en medio del desierto. Fue una maniobra criminal que no le dejó chance al auto que desde la mano contraria traía a los cuatro médicos de regreso a Tandil. Se llamaban Gabriela Blanca Ferrara (30), Carlos Fernando Vázquez (31) y Mariana Bertini (29). Murieron en el acto, en tanto que María Marta D´arino fue quien resultó con gravísimas heridas.

En su sentencia el juez dijo que "el conductor fue hallado penalmente responsable de lo delitos de homicidio culposo agravado por la cantidad de víctimas fatales. Iba al mando de una camioneta que tiraba de un carro e invadió imprudentemente la mano contraria de circulación, lugar por donde en sentido contrario venía el automóvil ocupado por las víctimas". Dado el carácter de la sanción impuesta al encausado, el Juez dispuso también que a modo de pauta de conducta deberá constituir domicilio y someterse al cuidado del Patronato de Liberados durante dos años.

Ahora, según el criterio del juez que obró en la causa, sabemos algunas cosas más: sabemos que después de matar a tres personas en la ruta, uno pasará siete años inhabilitado de conducir un auto. También sabemos que nos esperan tres años de prisión, pero en la modalidad de ejecución condicional, esto es, prisión en libertad, una suerte de curiosa contradicción en los términos que no modifica el asunto de fondo: las tres personas están muertas y quien es el único culpable de semejante asunto quedó vivo… y libre.

Los familiares de los tres médicos fallecidos, meses después del accidente (esta palabra también es refutable), colocaron tres cruces blancas en el lugar donde Gabriela, Carlos y Mariana perdieron la vida. Están allí para recordar, como una dolorosa alegoría, a todas las almas inocentes crucificadas en las rutas por el desdén ajeno. Por aquella criminal estupidez que un día hizo decir a Albert Einstein: “Dos cosas son infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y de lo primero no estoy tan seguro…”.

Sentís, La Tendencia y la dignidad

En un correo matizado por el afecto, José Rubén Sentís le marca al escribidor un error no menor para la sustancia de un cuadro político, brulote con el que tropecé hace algunos días: el origen ideológico del ex presidente del Partido Justicialista lugareño dentro del peronismo. A partir de este dato, también se impone una reflexión.

La vida enseña. El que no aprende es porque no quiere. El vivir entre palabras hace de este oficio –el oficio de escribir- un devenir pedagógico donde uno aprende a acertar, a equivocarse, a dañar, a que nos golpeen y también a pensar dialécticamente. En el periodismo suele decirse que las radios informan y los diarios explican. Todavía no se ha estudiado qué otra instancia produce un medio digital donde todo es mucho más efímero. Nada dura demasiado aquí. Una noticia se cae a la media hora. El lector, con suerte y si uno cargó bien el anzuelo, se queda ensartado en un artículo no más allá de tres minutos. Salvo que uno baje un cambio y el tema y el tono induzcan al lector a hacer lo propio.

Hace unos días escribí algunos artículos sobre la interna peronista. Yo escribo para entender. Desde una novela –estoy escribiendo dos al mismo tiempo-, pasando por los casi doscientos años de la historia de mi pueblo –texto que a cuatro manos escribo con Ricardo Pasolini-, a un artículo aparentemente de coyuntura. Como por ejemplo la interna peronista.

Vengo de allí, de ese territorio árido y cosmpolita, y la vida con los años me fue llevando para otro lado, o me desalojó de ese sentimiento único e intransferible. Sé lo que significa cantar la marcha peronista con el corazón en la boca. Sé lo que significa votar en una interna. Sé lo que significan los golpes, las derrotas, los desengaños. Sé lo que significa la desmesura. Luis María Macaya me afilió en 1983 y no logré que nunca nadie diera curso a la desafiliación. Y ahí quedé, en los padrones, rígido como un muerto. Debieron pasar muchas internas para que los muchachos no volvieran a verme. Conocí a todos, en especial a la buena gente. Creí en Jorge San Miguel, lo voté en las internas y en las generales. Puedo hablar también de Alejandro Cacho Testa, como podría hablar horas de Aníbal Tuculet, que fue menemista y sobrevivió para contarlo y arrepentirse.

A José Rubén Sentís lo conozco de hace por lo menos 25 años. Como a cualquiera que ande caminando por este mundo, le pasó de todo. En términos políticos ganó, perdió, se ilusionó, defraudó a sus amigos, se equivocó, acertó.

En uno de los artículos que escribí, cité lo que me pareció una paradoja: que las vueltas de la vida lo llevaran a que la militancia de La Cámpora y el Movimiento Evita fueran de su lado en la interna contra Raúl Escudero. Lo figuré, dije, en las antípodas ideológicas de lo que representan tales agrupaciones: ese oxímoron llamado peronismo de izquierda. En un afectuoso correo, que espero no traicionar con esta infidencia, Sentís me aclaró que él había militado en La Tendencia. Para el analfabeto político –por citar una expresión de Bertold Brecht- la tendencia revolucionaria peronista emergió de las organizaciones políticas de la militancia. Sucede que cuando La Tendencia rompe con Perón, Sentís se queda entre los que formaron la JP Lealtad. “Estuve de seguridad en la famosa Columna Sur hacia Ezeiza cuando regresó el General. Milito desde los 16 años y nunca lo he podido evitar. Así fue mi vida”, me escribe entre resignado y melancólico.

Yo no lo había figurado en esa vereda ideológica, sino en su antítesis. Y es un grueso error de concepto. Es como que a un escritor le endilguen una influencia literaria de Bucay o de Coehlo, cuando lo que leyó durante toda su vida fue Borges o Cortázar.

En los cuatro años que Sentís fue presidente del Partido Justicialista lugareño pasamos por buenas y malas épocas. Y esto tuvo que ver, desde luego, con la tensión que crean los medios y los personajes que constituyen el microclima del ambiente, y en particular las cuestiones circunstanciales a que nos expone la política y el poder. Sin embargo en todo este tiempo yo no podría decir que Sentís faltó a los códigos de la política. Y esta cuestión es central por aquella sentencia célebre de que “todo pasa” y cuando das vuelta la cabeza lo que queda son nada más ni nada menos que las relaciones humanas. La política no sirve para nada si uno a la vuelta de la historia no puede tomarse un café con el tipo al que enfrentó. Sin bajarse de los códigos.

Además de todo esto y revisando los últimos veinte años del peronismo tandilero, sin duda sospecho que José Rubén Sentís fue el mejor presidente que tuvo el Partido, y esto se debe merituar en todo el contexto, cuando lo que sobraron fueron respetabilísimos presidentes que cerraron la sede partidaria, o renunciaron, o no fueron nunca, o la utilizaron como un mero sello de goma. Sentís hizo política, como corresponde, además de reciclar a nuevo un edificio que parecía una caverna desamparada. Juzgar las volteretas políticas de un político es pecar de ingenuo o de mala leche, por aquello de que, citando, creo, al General, trátese de la política al ejercicio de meter la mano en la mierda y hasta el codo.

De La Tendencia para acá la vida nos pasó por arriba y nadie es el mismo de ayer, salvo que se le haya ocurrido enfrentar la existencia adentro de un frasco de formol.

José Rubén Sentís, aún golpeado y maltrecho por la derrota, es lo que se llama en el ambiente un animal político. Que tuvo un mayúsculo acto de entereza para enfrentar la ¿inesperada? debacle con la dignidad del derrotado. Nunca mejor entonces acudir a la cita del viejo Borges para decir que “hay una dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria”. Sobre todo si el que ganó es un patotero con caja disfrazado de mutualista que se vanagloria de la neblina de su propia ignorancia.

Algunas voces que están felices de haber derrotado al ex librero de Tupac Amaru debieran prestar atención a las lecciones de la historia. Primero, porque nuestro país ha desterrado la figura del cadáver político. Y segundo por aquello de que los muertos que vos matás gozan de buena salud.

Se peleó con una caricatura

Hay que estar sumido en el enviciado y conspirativo clima del Poder para que una persona inteligente, leída y culta cometa el estropicio de enojarse con una caricatura. Y que, encima, lo haga público delante de cien mil almas y mientras la observa el país por televisión.

Eso le pasó a Cristina Kirchner, según la diatriba que lanzó contra Clarín por la caricatura que le dibujó el prestigioso Hermenegildo Sábat.

El asunto me recordó un episodio bizarro ocurrido con el actor Pepo Sanzano, cuando hacíamos el programa de radio “Le acompaño el sentimiento”. Un tipo, quizá un funcionario o un político, no puedo recordar quién era (si Pepo lee este artículo que me saque de la laguna) se enojó de mala manera con un personaje, de los tantos que mi compañero de aventuras radiofónicas hacía por las mañanas en el programa.

El asunto es ridículo: disgustarse con un personaje –es decir con algo que no existe, o que existe sólo en el terreno de la ficción- no sólo traduce intolerancia, sino tontería.

Le resultará difícil a la presidenta volver de los jirones que ha ido dejando en estos días candentes. Porque una cosa es pelearse (y con razón) contra la poderosa Sociedad Rural, o contra el Grupo Clarín, no menos poderoso, o contra la oligarquía vacuna o, casi sin razones, contra un chacarero del interior, ya grande el hombre como para que lo caguen a pedos con el dedito admonitorio que apuntó en aquel primer discurso fatal del Salón Azul de Casa Rosada. Pero otra cosa muy distinta es recomponer el vínculo con una caricatura a la que tildó de cuasimafiosa.

Como se ve, la hibrys socrática y su desmesura hizo estragos en el ego herido de una mujer a quien, durante la campaña electoral, sus asesores le recomendaran que hablara poco y nada.

Por algo era.

Que el éxito no se note

La ciudad no suele perdonar el éxito, salvo el de sus luminarias: Camoranessi, René Lavand o Juan Martín Del Potro. Porque es un éxito que trasciende su propia frontera provinciana. Es un éxito que prestigia. Sin embargo hay un éxito condenado: el del vecino que sin haber salido del pueblo pasó de canillita a campeón en un salto brusco, ostentoso y arrogante.

Esta reflexión parte de lo que alguna vez, quizá dentro de un tiempo, sea una anécdota. La debacle de Fuente de Alegría en la fiesta del egreso de los estudiantes de la Escuela de Comercio.

Más allá de los aspectos puramente técnicos o logísticos que jugaron en contra del éxito del evento, hay un fantasma que subyace como telón de fondo de lo ocurrido. Y se llama Claudia Moreno.

“Se olvidó que era la hija del colectivero”, le dijo al Portal un vecino que, inferimos, conoce su historia. Como el articulista ignora el árbol genealógico de la fundadora de Fuente de Alegría, no sabemos si el dato fue entregado en forma metafórica o literal. Como fuere, la imagen alude a un pasado laborioso, de familia de laburantes, sin roce ni linaje ni más mundo que no fuera la geografía de su propia barriada.

Otro vecino, que ha dedicado su vida a la animación social y otros eventos masivos confió al Portal: “La competencia siempre es bienvenida porque motiva, pero lo que molestó de Claudia fue su postura. Se presentó ante sus colegas como diciéndonos: ‘Ahora van a saber cómo se hace una fiesta, giles’. Lo que le pasó tuvo que ver con la inexperiencia y la sobreestimación. Si lo toma como una lección de humildad es factible que revierta el desastre”.

Algunos pensadores sostienen que en la era de la imagen uno es su estilo. Que no importa tanto el contenido sino la forma. De la hija del colectivero al Mini Cooper hay no sólo un cambio de estilo, sino una falta de delicadeza. Una ostentación grotesca. Ese detalle es fatal para el tejido íntimo de la tandilidad. No lo tolera. La vieja oligarquía seudo aristocrática del pago chico hacía del perfil bajo un credo de fe. Para todo. Para la plata y para el pecado. El lema era: “Haga lo que desee, hijo, pero que no se note”. Esa era la marca registrada de las familias adineradas del pueblo. No mostrar, no ostentar, no ser grosero. No quebrar los códigos del pudor social.

Los nuevos ricos –también llamados, con todo respeto, Brutos con Plata- cultivan la estética opuesta. Y eso irrita. Porque la transformación es grosera, muchas veces bizarra y casi siempre patética. La ostentación exacerba la envidia (en generosas dosis) y la maledicencia en las mentes menores.

Pero esencialmente hay una mayoría silenciosa que no envidia ni difama, que no muere por el dinero ni por el Mini Cooper o la estancia, sino que sencillamente no tolera el éxito en la modalidad banal. El éxito que se relame a sí mismo y se expone ante los otros en el decadente ejercicio de contar plata delante de los pobres. Eso es ausencia de estilo, de clase, de mundo.

Es probable que los dictados del cosmos y las leyes del azar –en este caso de la mala suerte- se hayan confabulado para regalarle a Claudia Moreno la peor noche de su vida. La resaca todavía persiste en la modalidad de una solicitada que publicó en El Eco donde expuso una disculpa indolora, porque nada duele más que el propio bolsillo y lo único válido que le quedaba por hacer y no hizo: devolver el dinero a los padres de los egresados.

También puede hacer otra cosa: bajarse del Mini Cooper y subirse por un rato al colectivo. Volver a ser, si cabe la metáfora, la hija del colectivero. Entonces recién allí, desde el duro llano, va a comprender por qué los chicos la han tratado tan mal a la hora del final de fiesta.

Marquitos, trece años después

La mujer rubia, de lentes y con el rostro macerado por el dolor llega a la mesa del bar, se detiene frente al escribidor y pregunta: “¿Sabés quién soy?”. Del fondo remoto de los tiempos aparece el rostro de Liliana Grutzky. Y de quien fuera su hijo Marcos, fallecido hace trece años por intoxicación con monóxido de carbono ante la defección de un calefón. Otra mujer, la jueza Aracil, es parte de esta historia que aún no ha cerrado y que por lo mismo resiste en la memoria como el existencial título de la lentificada causa: Muerte dudosa.

Hace trece años escribí una carta privada y se la envié a Liliana Grutzky, a quien conocía sólo superficialmente, como podemos conocernos de una vida de cotidianeidad vecinal miles de tandilenses. Era la hija del médico, la hermana de mi compañera de escuela primaria. No recuerdo una sola línea de lo que escribí, pero sí la causa y el concepto: se le había muerto su hijo Marcos de 11 años ante un accidente idiota como lo es la falla de un calefón. Intoxicación por monóxido de carbono, dictaminaron los médicos. Imaginé su dolor, afín al de tantas madres que han debido pasar (y nunca superar) esa experiencia trágica.

Liliana, tras aquel golpe tremendo, se fue de Tandil. A cambiar el enfoque, a dejar de ser la hija del doctor Grutzky, a confundirse en medio de la nada de una ciudad ajena e intentar reconstruir su historia. “Guardé tu carta y me dije que algún día te iba a encontrar para agradecerte aquellas líneas. Todo terminó para mí, una parte de mi vida se fue con Marquitos; la otra parte son mis hijos. Yo ya no importo”, me cuenta esta mañana de diciembre donde la cercanía de las Fiestas produce con quienes se han ido estos encuentros inesperados. Son las mismas Fiestas que agigantan los huecos y las ausencias con su alegría artificial, construida a fuerza de sidra, mantecol y cañitas voladoras.

Se fue del terruño, Liliana, pero dedicó buena parte de la economía familiar a lo que considera su credo de vida: la búsqueda de la justicia tras el fallecimiento de Marcos. La causa, que en principio recayó en el juez Arecha, desde hace mucho tiempo está en el Juzgado donde atiende la señora magistrada Stella Maris Aracil, y desde entonces se encuentra anclada en un punto muerto sólo despabilado por la acción de algunos concluyentes peritajes. “Muerte dudosa”, se tituló el final de Marquitos. Hace trece años Liliana había alquilado un departamento. Un mes antes una empresa se había encargado de reparar un calefón. Repararlo a lo argentino. Los peritajes demostraron que el calefón estaba tapado, causa primaria y fundante de la posterior tragedia. Sin embargo, por razones certeramente inexplicables, la causa no avanza, a pesar de que Liliana, puntualmente, se presenta ante el despacho de la señora magistrada para reclamar no sólo lo que es justo sino además lo que es obvio. “A la jueza se le revuelven las tripas cuando me ve”, cuenta. También aclara que ya no tiene abogados. “El fiscal y la jueza son mis abogados, ellos tienen la responsabilidad de defender la memoria de Marquitos y hacer conocer la verdad de lo que pasó”.

¿Será tan difícil llegar a la verdad y a los responsables de lo que ocurrió? ¿Hay algún interés que amordaza lo que nunca parece que se podrá saber? ¿Cuánto tiempo demanda conocer el último secreto de un calefón, la mala praxis de un service fatal, y el o los nombres implicados en la muerte de un niño y la muerte en vida de su madre? ¿Habrá justicia?

Hay algo terrible en la tragedia de base de esta historia: Marquitos no murió, por decirlo así, escalando el Aconcagua, o de una enfermedad letal, o atropellado por un micro. A su vida la terminó un calefón mal reparado. Es tan banal y tan idiota el motivo que hace aún más insoportable el dolor y la interminable espera para que la señora Justicia se expida de una vez por todas. No hay manera de cerrar un duelo sin verdad y justicia. Aún así tampoco hay manera de superar semejante trauma. Pero algo sería distinto para Liliana, para sus hermanos, para los amigos de Marquitos que andan por los veintipico de años y todavía lo recuerdan, si la causa después de andar tanto tiempo al garete llegara al puerto que tiene que llegar luego de trece años de pena, sospecha, impotencia y naufragio.

La vaca no se mueve

La sentencia que Witold Gombrowicz profirió hace casi medio siglo sobre la inmutable genética del ser tandilense se mantiene intacta: la apatía es uno de los signos emblemáticos de Tandil. En la ciber marcha contra la inseguridad, menos de cincuenta vecinos se hicieron presentes en la Plaza Independencia.

“Tandil es una vaca”, dijo Grombrowicz allá por 1957 cuando su ojo criminal, es decir su mirada de escritor, descubrió caminando las calles del pago chico una de las características marcadas a fuego en la personalidad del ser tandilense: su apatía. El célebre polaco identificaba a la vaca como el símbolo de la indiferencia. El animal que ve pasar la vida detrás del alambrado sin atreverse a otra cosa que no sea eso: mirar el partido casi con desdén desde la tribuna del No Te Metás.

La sentencia atravesó las décadas y se confirmó toda vez que la opinión pública tandileña fue convocada a movilizarse. Las excepciones, que siempre las hay, podrían situarse en aquella marcha de las quince mil almas de 1991, muchas de las cuales –enfermas de envidia, otro de los traumas de la vecindad- clamaron para que en realidad se llevara al cadalso al hijo del quinielero próspero, o aquellas multitudes de las movilizaciones del pituco agropiquete lugareño.

Ayer, una ciber marcha convocada por redes sociales a través de Internet a todo el país para las 18 horas, produjo un escenario de orfandad previsible: apenas medio centenar de vecinos se acercaron al lugar del foro, la Plaza Independencia, frente al Parnaso Municipal. Gente de clase media, casi todas mujeres y tres de los más mediáticos productores autoconvocados que se dieron cita pero al ver lo anémico de la convocatoria procedieron a tomarse el buque silbando bajito y preguntándose, quizá, cómo han cambiado los tiempos también para el campo. Las últimas convocatorias en El Paraíso han llevado poca gente del palo y ninguna de otros sectores de la comunidad.

También el fracaso de la ciber marcha contra la Inseguridad viene a poner sobre el tapete una verdad que nadie cuestiona: Tandil sigue siendo, a pesar del brote delictivo proporcional al crecimiento, una ciudad segura. Basta compararla no ya con el temible conurbano, para no irnos tan lejos, sino con Olavarría. Lo que viene a demostrar, de paso, que una cosa es el clima de pavor que se intenta construir de ciertos medios y otra muy distinta es la realidad de la calle. Salvo que estemos ante un caso de diván: una sociedad que debería ir urgente al psicólogo si se sintiera amenazada y no hiciera nada, ni siquiera concurrir a una marcha, para defenderse.